21.4.11

Fotografía, misterio de vida.

Casi no conocía a Mor Lo, un senegalés afincado en Madrid con un carisma especial. 

Apenas había podido dormir la noche anterior. Él había aceptado a ser fotografiado en el estudio y yo, inexperta, quería aprovechar el momento al máximo. Conocía su físico y sus posibilidades pero mi torpeza era notoria y me desvelé toda la noche. Amaneció y con el día llegó el encuentro, un viaje en metro y el estudio.

Inmenso, frío, solitario...

Cuando entras en la sala todo es silencio, respeto, emoción. Luces, apagadas. Bombillas frías y cálidas, grandes y pequeñas, accesorios infinitos, reflectores y colores de fondo. 

Yo tenía frente a mi a un hombre bueno. Quieto.
Un hombre normal.
Un hombre sencillo. Con la inocencia de un niño que se deja hacer confiado que nada malo le ocurrirá. Elegí algo simple, una música flojita y unas cuantas palabras sinceras; yo no quería más de él, que lo que él mismo era. Le dije que me gustaría ver un poco más de su alma, de su viaje, de su experiencia, de su amor, de su dolor, quería ver reflejado en su rostro y en su cuerpo el mapa de vida que lo acompañaba. 

Él asintió. Comprendía. No dijo más. 

Se sentó en el banquillo y fue fluyendo como agua que va al mar... nos dejamos llevar, él en movimientos, poses y miradas, mientras yo disparaba, me giraba, lo buscaba, para después, alejarme y esperar algo más... la fotografía se dio durante dos horas y media, historias interminables contadas sin palabras y un cuerpo, negro, que latía en silencio el ritmo de su vida. 

Terminó el tiempo, apagué la música, recogí mi equipo. Dos besos, un abrazo y miradas bajas (parecía que hubiese ocurrido algo mágico, dos cómplices) nos marchamos. Sentí que durante aquel tiempo el hombre de pocas palabras y mirada brillante había depositado en mí su misterio más sagrado, el desahogo de sus penas, el susurro de su escondite...

Quedó el secreto guardado entre esas pocas paredes.
Sólo la sala, nosotros dos y una cámara fotográfica.